Parafraseando aquella mítica frase de los años ochenta, malos tiempos para la justicia. Así versaba aquel grupo clásico cuyo nombre también vendría de perlas para analizar la situación actual de la administración de justicia en España. ¿Recuerdan? El grupo era Golpes Bajos del indescriptible Germán Coppini. Pues así es como tratan los políticos y buena parte de la sociedad a la Justicia en este país, golpes bajos.
Trabajadores, empresarios, funcionarios, ciudadanos en general están indefectiblemente vinculados con la Justicia en algún momento de su vida y tan cierto es, que el funcionamiento de los Tribunales resulta básico para la buena marcha del estado de derecho y de la economía de un país moderno.
La Justicia y su administración es una Justicia de conveniencia ya que las sociedades que crean su propia organización de los Tribunales lo hacen con la única finalidad de juzgar, de acuerdo con su cuerpo legislativo, los atentados contra la legalidad.
En realidad, la Justicia con mayúsculas es un asunto de Estado siempre que el Estado tenga unas fuertes bases sociales sobre las que apoyarse, sin embargo, cuando el Estado se ve sobrepasado por una situación de crisis es a la Justicia, con mayúsculas, a la que el Estado debe rendir cuentas.
Desgraciadamente, a los ojos de quien tiene el honor de escribir esta reflexión para los que tengan a bien su lectura, nuestro país se halla inmerso en una situación de crisis política y social de gran calado. Partidos políticos que rompen su contrato electoral con sus votantes modificando las propuestas por las que solicitaban su voto en función de intereses estratégicos personales. Polarización extrema de las opciones socio-políticas, que en lugar de convertirse en posiciones radicales que generan simpatías a pequeñas partes de la población, provocan que las formaciones políticas mayoritarias vean la necesidad de tener que radicalizar sus discursos para contentar a una población que cada vez observa en sus políticos más un problema que una solución. Antisistemas controlando el sistema. Los que no creen en el Estado nacional dirigiendo su destino. Pues bien, toda esta triste realidad encuentra una melancólica delectación en la puesta en entredicho de la administración de la Justicia en España. Cuando la Justicia se convierte en la última ratio para sostener el país, algo huele a podrido y no es en Dinamarca.
La situación de la Justicia en nuestra nación podría calificarse como dramática y de cuasi imposible solución si no se genera una modificación estructural del sistema, pero dicha reforma ha de hacerse desde la voluntad social articulada por el poder político.
Estando la Justicia destinada a regular las violaciones individuales de la Ley no puede contener un asalto general contra el propio Estado (poder legislativo y poder ejecutivo).
Perdónenme si en esta época veraniega mantengo una visión profundamente negativa de la situación de la Justicia en este país. La Justicia no le interesa a nadie, salvo para usarla como arma arrojadiza o para criticarla como soporte de sus argumentos. El sistema jurídico está quebrado o destrozado. Sin jueces suficientes no hay Justicia. Sin independencia no hay Justicia. Sin medios no hay Justicia. Sin funcionarios suficientes no hay Justicia. Sin motivación dentro del Poder Judicial no hay Justicia.
Los profesionales que participamos activamente en el juego judicial nos sentimos profundamente descorazonados por el bajo nivel que muestran, con honrosas excepciones, los usos de los Tribunales de Justicia. A veces creo, y créanme que lo hago desde el desasosiego, que los abogados difícilmente superaríamos un examen de derecho, pero también creo que muchos jueces y fiscales tampoco pasarían sus correspondientes filtros.
Escuchamos a altos dignatarios de Estado —obsérvese mi generosidad en el tratamiento— realizar afirmaciones que hacen retorcerse la dignidad de las bases del estado de derecho. Hablar de conflicto entre la presunción de inocencia del acusado y del acusador, o decir, para defender la amnistía, que la última palabra la tienen los ciudadanos y no los jueces, suponen una concepción claramente enfrentada no solo al imperio de la Ley sino a la propia esencia del Estado de derecho. Pretender modificar la situación actual de la administración de Justicia con una supuesta Ley de Eficiencia cuyo avance principal es un mero cambio nominativo es cuando menos descorazonador.
Saber con carácter previo cuál va a ser el resultado de las votaciones del Tribunal Constitucional —que, por cierto, no es poder judicial— haría avergonzar a cualquier demócrata, si no fuera porque ya no nos avergonzamos prácticamente de nada.
Pero también es cierto que el Poder Judicial, los jueces, también deben hacer una profunda reflexión sobre su actitud. Recuerdo un magistrado que allá por los comienzos de mi carrera profesional me indicó que la dignidad de la judicatura comenzaba en que los jueces solo hablaban a través de sus resoluciones judiciales y continuaba con su ejemplo diario en todos los ámbitos de la vida.
Corren, por desgracia, bajo mi humilde opinión, tiempos en los que hay jueces que se han convertido en habituales tertulianos que hacen explicaciones para dummies de asuntos jurídicos de trascendencia política.
Magistrados y magistradas que vierten en las redes sociales todo tipo de opiniones sobre diversas materias dejando entrever sin el menor disimulo su ideología, y cometiendo en su caso uno de los más terribles errores que puede cometer un ciudadano en general y un jurista en particular: opinar sin tener un conocimiento exhaustivo del procedimiento del que habla. Incluso, jueces que ya no lo son, habiendo sido apartados de la carrera judicial por cometer el más grave delito que puede llevarse a cabo en su condición de juez —cual es la prevaricación—, dando lecciones de derecho en la televisión pública.
La Justicia en España, el estado de derecho, está atravesando su peor momento de la historia democrática y esto seguirá siendo así mientras las formaciones políticas mayoritarias solo pretendan controlar los órganos de gobierno y los más altos tribunales para sus usos políticos y no resuelvan los problemas estructurales que le afectan. El día que una formación política, del color que sea, considere mucho más importante que la citación en un juicio laboral o contencioso no tarde varios años en celebrarse, al igual que un recurso en la Audiencia o la propia celebración de un juicio penal no se dilate años; cuando esas circunstancias sean más importantes que nombrar o influir en el nombramiento del Presidente de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, hasta ese día no habrá verdadera justicia en este país.
Más medios, más dinero, más inversiones en la administración de justicia y menos valoraciones políticas de resoluciones judiciales y menos pretender tener influencia en el propio poder judicial. Siendo así le iría mejor a nuestro estado de derecho y, por ende, a nuestra economía. Mucho me temo que, de momento, eso no forma parte de las intenciones de nuestros representantes políticos.
Ojalá me equivoque.