Hace unos días se publicó en los diferentes medios de comunicación que el Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía había tomado conocimiento del inicio de la tramitación del proyecto de Decreto por el que se aprueba el reglamento de desarrollo de la Ley de Transparencia Pública de Andalucía, pendiente desde su publicación en el año 2014.
Según la nota de prensa remitida, el objetivo de este reglamento, que impulsa la Consejería de Turismo, Regeneración, Justicia y Administración Local, es concretar y ampliar las obligaciones de publicidad activa y suministro de información no solo del Gobierno andaluz, sino de contratistas de la administración, beneficiarios de subvenciones públicas, entidades privadas, consorcios y corporaciones de Derecho Público andaluzas.
Desde luego que comparto que el acceso a la información resulta fundamental para la formación de la opinión pública, así como para la participación de la ciudadanía en la vida política, económica, cultural y social. También comparto que la transparencia es una de las herramientas más eficaces para garantizar el correcto funcionamiento de las instituciones y para la prevención y lucha contra la corrupción. Pero también, como ya señaló hace años el Catedrático de Derecho Administrativo Don Alejandro Nieto García esa llamada a la participación es “el gran descubrimiento de unos ideólogos que ven en ella el secreto de la moderna democracia y la panacea de las limitaciones de poder, cuando en realidad sirve de portillo de acceso a los intereses particulares que consiguen influir en las decisiones que afectan a los intereses públicos”.
Se puede uno imaginar que al final, dicha información sólo será utilizada por quienes están en contra de este o aquel proyecto que se va a implantar (los anti-todo), por los que busquen algún dato para atacar a sus competidores (cuando hablamos de empresas privadas), o los que quieran saber con quién ha estado reunido un determinado político o alto cargo (naturalmente no para ver que resulta que hace muy bien su trabajo, sino más bien para guardarlo y utilizarlo en su contra, ya sea el requirente de la información de otro partido político distinto, o, incluso como hemos visto, hasta del mismo partido…)
A pesar de todo, es necesario ese nuevo reglamento, y realmente será útil para que todos, como ciudadanos responsables, podamos controlar mejor la acción política del Gobierno de Andalucía: “Quien no tiene nada que ocultar no le importa que le miren…” pero el nuevo texto debería dar un paso más y recoger un par de cuestiones que considero muy relevantes.
En primer lugar, la regulación de los “lobbies”. De una vez por todas se tiene que exponer a la opinión pública y a la ciudadanía que la actividad de “lobby”, gestionada con transparencia y profesionalidad, ni es ilícita, ni inmoral, ni deshonesta o ausente de ética. El término “lobby” significa vestíbulo, y uno muy concreto: el que comunicaba la Cámara de los Comunes con la Sala Central del antiguo palacio de Westminster en Inglaterra a mediados del año 1.600. En este espacio se reunían los parlamentarios británicos y las fuerzas vivas de la sociedad que les trasladaban las concretas peticiones que la sociedad civil de la época pretendía de sus políticos.
Debemos actualizar el término y referirnos a profesionales de los asuntos públicos o representantes de grupos de interés, y según la Comisión Europea se dividen en: consultoras profesionales y despachos de abogados; los representantes de empresas, sectores y asociaciones profesionales o de trabajadores; y los think tanks y Organizaciones No Gubernamentales.
En España, los lobbies se están regulan- do dentro de la normativa de transparencia, ética y buen gobierno de las Administraciones Pública, tal y como se está haciendo en Cataluña, Madrid y Aragón e incluso la ciudad de Madrid, por lo que parece que tenemos una buena oportunidad de regularlos en el nuevo Reglamento de Transparencia de Andalucía, previa consulta a los profesionales de los asuntos públicos y creando tanto el Registro de estos, como el Código de Conducta por el que han de regirse dichos profesionales, todo ello garantizando que esta “influencia” sea legal, honesta y ética.
Dándole la oportuna publicidad al reglamento, conseguiríamos que se dejasen atrás ciertos clichés, y lograríamos una democracia más real y participativa que favorezca el desarrollo de políticas públicas de calidad, dando un paso más allá en la actual participación pública indiscriminada y utilizada por los “anti-todo” que antes señalé.
En segundo lugar, el Reglamento de Transparencia de Andalucía también debería aclarar (porque ahora mismo no está tan claro) cuáles son las obligaciones de transparencia que les vamos a pedir a los ciudadanos sólo por el hecho de relacionarse (porque no les queda otra) con la Administración cuando precisa de ella obtener una autorización administrativa.
Cuando una empresa contrata a unos consultores para que les elabore unos documentos técnicos, más o menos complejos, que les exige una normativa para obtener un permiso, la publicación activa de los mismos en la web de la Junta de Andalucía es más bien un ejercicio de transparencia del administrado, y no sólo de la Administración.
Estas cuestiones exigen un análisis sosegado que incluir en el citado reglamento. El efecto pendular siempre es excesivo; hemos pasado de un trámite de Información Pública en el que teníamos que copiar a mano cientos de documentos apilados en una mesa, a disponer de todos ellos a golpe de ratón en la página web de la Administración, pudiendo exigir, además, que se nos descarguen “en formatos que permitan su reutilización” concepto técnico que me genera no pocas dudas.
Y para terminar, un “aviso a navegantes” ahora que estamos trabajando en descifrar como llegará a nuestra tierra ese “maná” europeo que son los Fondos Next Generation, determinadas obligaciones de transparencia pueden llegar a ser impuestas a las personas privadas beneficiarias de subvenciones públicas, cuando así lo recojan las bases reguladoras, las resoluciones de concesión o los convenios que las instrumenten.