Son las tres de la madrugada. El silencio pesa más que el cansancio. Todos se fueron a casa, apagaron las luces y posiblemente la mente, pero en tu cabeza siguen encendidas todas las alarmas. Acabas de tomar una decisión, una de tantas que no te dejan dormir; los números revisados una y otra vez. Y, sin embargo, algo retumba dentro: ¿harás lo correcto?
Esa es la soledad del CEO.
Un territorio que no se enseña en los MBA ni se menciona en los manuales de estrategia. Un desierto íntimo y baldío que solo conoce quien ha tenido que estampar su firma sabiendo que, a partir de ahí, todo cambiará: empleos, proveedores, inversores, familias, confianza. Esa frontera, un límite donde la opinión se convierte en hecho, un consejo en una sentencia, y tú el único juez.
Y sigues despierto. Esa es la soledad del CEO.
Dirigir una empresa no consiste en dar discursos motivadores ni en repartir tarjetas de visita con un título rimbombante. Consiste en decidir. Y decidir, casi siempre, significa elegir entre dos males, sabiendo que cualquiera de ellos dejará cicatrices.
Los equipos opinan, los asesores recomiendan, los consejeros votan. Pero al final, el que carga con la responsabilidad eres tú. Nadie más. El que va al notario —en mi caso, cada semana— a firmar algo de las 21 empresas que manejo actualmente: nuevos préstamos, refinanciaciones, nuevas sociedades, cambios societarios, poderes, etc. Esa responsabilidad se instala en la mente, en el estómago y… en la almohada.
Y sigues despierto. Esa es la soledad del CEO.
El consejo de administración solo mira el EBITDA y la curva de ventas; el equipo busca seguridad y objetivos, y que la nave no zozobre. Y mientras tanto, la sociedad civil —y lamentablemente la política— observa desde la barrera al empresario como si fuese un privilegiado, olvidando que cada puesto de trabajo y cada euro del dinero público provienen de las empresas y los trabajadores privados. Y todo eso depende, en buena parte, de tu insomnio.
Todos juzgan la decisión, pero pocos entienden el precio personal de tomarla. Esa incomprensión es la materia prima de la soledad del CEO.
Ser CEO significa ser el fusible que salta primero, el escudo que absorbe los golpes antes de que lleguen al resto. Ser CEO es tragarse traiciones disfrazadas de consejos, asumir silencios de quienes deberían dar la cara, soportar críticas de quienes jamás han arriesgado nada más que un comentario y tragarse reprimendas por parecer, equivocadamente, mejor líder.
Menudo peaje tiene el liderazgo; un peaje que no se paga con dinero, sino con noches en vela y con la certeza de que las decisiones correctas rara vez son populares, sobre todo cuando te toca cortar cabezas.
Porque esa es otra cara de esta historia: echar a personas que son buena gente en lo personal, pero incompetentes o nocivas para la empresa. Y cuanto antes se quite a un mediocre, mejor. Un mediocre contamina, intoxica y puede destruir una compañía, sobre todo si es pequeña. Ese tipo de decisiones te dejan solo, porque nadie quiere ser “el malo”, pero alguien tiene que hacerlo.
Y a veces, para colmo, esas personas son hermanos, amigos, compañeros de toda la vida. Buena gente, sí. Pero letales para la compañía. Esa es la soledad más dura: mirar a los ojos a alguien que aprecias y decirle que aquí ya no cabe. Que, por el bien de todos, se tiene que ir. Eso no lo entiende nadie salvo el que está en tu lugar.
Esa es la soledad del CEO.
Un CEO auténtico no es el que más factura ni el que más conferencias imparte. Es el que resiste la soledad sin perder el propósito. El que entiende que liderar no es ser aplaudido en este EGOSISTEMA, sino garantizar que la compañía siga adelante incluso cuando todos dudan.
El EGOSISTEMA no es otra cosa que la gran plaga silenciosa del mundo empresarial moderno, habitada por ejecutivos poco valiosos que no son empresarios o por empresarios insulsos, que también los hay, y muchos. Es un ecosistema artificial, donde pululan personajes que se autoproclaman CEOs tras alcanzar una posición mínima dentro del engranaje empresarial.
Se confunden los logros reales con el postureo constante. Estos individuos se obsesionan con estar en todos los eventos, congresos, entregas de premios y alfombras pseudo-rojas, rodeándose de personajes públicos, influencers de ocasión y políticos, creyendo que eso valida su “éxito”.
Y lo trágico no es solo que crean que han llegado a algún sitio, sino que, en el proceso, pierden el norte. Se olvidan de su empresa, de su equipo, de su producto y, sobre todo, de sus clientes.
Un 80% de esos eventos y charlas para aplaudirse unos a otros no te reportan absolutamente nada, salvo alimentar un ego que, en muchos casos, es inversamente proporcional a su cuenta de resultados. Lo más irónico es que, en ese círculo, siempre hay alguien con más ego… y más capital que tú. Y ahí empieza la carrera absurda de comparaciones, de aparentar más, de hablar de rondas de inversión, de exits, de métricas vacías y de empresas que solo existen en PowerPoint.
Esa también es la soledad del CEO.
Y lo peor de todo: este teatro hedonista daña el valor real del emprendimiento. Desacredita al empresario de verdad, al que arriesga, al que madruga, al que factura, al que crea empleo y paga nóminas. No impulsa la economía, sino que se convierte en una burda distracción.
Pero finalmente, con sus luces y sus sombras, la soledad del CEO no es debilidad. Es la marca de los que cargan sobre sí el destino de muchos. Es la certeza de que, aunque nadie te aplauda y aunque muchos te critiquen, has hecho lo que debías hacer.
Al final, cuando vuelves a casa de madrugada y el silencio te acompaña, solo queda una pregunta: ¿hiciste lo que creías correcto? Si la respuesta es sí, la soledad no es enemiga, es tu única compañera leal.
Porque en el fondo, esa es la grandeza y la condena de ser CEO: estar solo, para que los demás no lo estén.





