02/10/2025

El verano en que entendí por qué se muere la clase media
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Volver de las vacaciones siempre trae consigo un ejercicio de memoria, o de rápida desmemoria, lo corta que se hacen

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Volver de las vacaciones siempre trae consigo un ejercicio de memoria, o de rápida desmemoria, lo corta que se hacen. Nos quedamos con arena en los pies o en el mismo maletero, conversaciones esperando colas (quien las espere) y momentos que se convierten en pequeñas estampas. Pero también regresamos con reflexiones que, casi sin buscarlas, se te ponen ante sí como un espejo de la realidad más allá del verano.

Este verano, en un pequeño pueblo costero de Andalucía, no lo cito para evitar el efecto “influencer”, me encontré con una escena que me acompañó más que el sol y su calor: la cola interminable de gente esperando para desayunar en un bar concreto, en el que también pretendíamos desayunar, por aquello de buscar en G cuando no sabes dónde hacerlo, mientras otros bares cercanos, con idéntica calidad y el mismo pan recién tostado, permanecían casi vacíos.

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Un bar recomendado en G o en una red social atraía a la multitud, convencida de que ese lugar, y solo ese, merecía la pena. A pocos metros, otros con precios similares y servicio impecable esperaban resignados. Aquello no era solo una anécdota estival, sino la ilustración perfecta de una de las teorías económicas más influyentes de la era digital: el winner take all, el “ganador se lo lleva todo”, teoría ante mí, en simples chanclas y pantalón corto.

Este concepto, nacido para explicar los mercados digitales, muestra cómo el primero en destacar acumula una ventaja desproporcionada y deja al resto en la irrelevancia. No siempre se trata de ser mejor, sino de ser el más visible, estar en el lugar y en el momento adecuados y aprovechar un efecto de red que multiplica las diferencias.

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G, Az o Nx (seguro que no os hacen falta los nombres completos) funcionan así: cuando uno se impone, concentra la confianza de millones, mientras los demás sobreviven en los márgenes. Lo sorprendente es comprobar cómo esa lógica se ha trasladado a nuestra vida cotidiana, al simple hecho de desayunar en la calle en vacaciones. El bar que logra ser “el de moda”, “el referenciado”, se lleva todas las colas, todas las fotos y todas las reseñas, mientras otros con la misma calidad permanecen vacíos, ni siquiera por efecto de rebose.

El resultado es absurdo: decenas de personas esperando bajo el sol, convencidas de que ese café es mejor, cuando a veinticinco metros podrían desayunar al instante. El rebaño humano, como el algoritmo digital, prefiere la certeza de lo masivo a la exploración de lo diverso.

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Y lo que parece un detalle turístico refleja un cambio mucho más profundo en nuestra economía y en nuestra sociedad, así lo sentí al verlo. No era tanto por quedarme sin el desayuno de moda, lo prometo.

La clase media, columna vertebral de España y de buena parte de Europa, se levantó sobre una lógica distinta. En cada barrio había espacio para varias tiendas, bares o talleres, aquello mismo del “tapear” nace de “una tapa en cada sitio”, nada de “el ganador…”, todos ganan. La gente repartía su consumo en función de la confianza, de la cercanía, de pequeñas preferencias personales. Nadie lo ganaba todo, nadie lo perdía todo. Había margen para la coexistencia, para el equilibrio.

Hoy, en cambio, el ecosistema favorece al ganador absoluto, saltando del digital a la calle. Las plataformas concentran la publicidad y las ventas, las cadenas absorben el consumo, los bancos se fusionan, los supermercados devoran al pequeño comercio. Incluso en algo tan inocente como un desayuno, la multitud se concentra en un único punto y el resto espera sin saber.

La consecuencia es clara: cuando unos pocos acumulan toda la demanda y el resto apenas sobrevive, la clase media se desangra. Los bares que no entran en la foto cierran, los comercios que no aparecen en la primera página desaparecen, los autónomos que no tienen músculo digital se ven obligados a competir a la baja.

Lo que fue durante años la fortaleza de España —un tejido diverso de pequeños y medianos negocios, de profesionales que vivían dignamente de su trabajo— está cada vez más amenazado. El winner take all no entiende de equilibrios: expulsa lo intermedio y consagra la polarización, ¿os suena esta palabra? Y esa polarización no es solo económica. También es social y política. Una sociedad sin clase media es una sociedad sin tonos intermedios, sin puntos de encuentro, donde ya no se exploran matices.

Lo mismo que dejamos de mirar los bares vacíos junto al bar lleno, dejamos de escuchar las voces templadas frente al griterío de los extremos. Y de ahí, al “¿a quién voto yo ahora?”.

La metáfora (real vista con mis ojos) del desayuno revela hasta qué punto hemos aceptado sin darnos cuenta un modelo que destruye diversidad. Preferimos la cola como garantía de éxito antes que la curiosidad de probar lo diferente. ¿Somos más aburridos? Esa misma lógica la trasladamos a nuestra vida cívica: seguimos al rebaño, abrazamos lo masivo, desconfiamos de lo que no aparece en la primera posición. En ese proceso, hemos dejado que nos arrebaten algo esencial: la clase media como espacio de estabilidad, de movilidad social y de moderación política.

Pero nada de esto es irreversible, por mucho que avance, nunca será irreversible, como principio para luchar contra ello.

El verano, con su calma, también me dejó la intuición de que el cambio empieza por gestos muy simples. Entrar en ese bar vacío que huele igual de bien, fue lo que hicimos. Comprar en la tienda que sobrevive en la esquina, apoyar al negocio que no aparece en G pero sí en la vida del barrio. Recuperar la curiosidad y el gusto por lo cercano es una forma de resistencia contra la lógica del winner take all.

Y también es una manera de reconstruir lo que está en riesgo: la pluralidad, la clase media, el espacio donde la democracia encuentra su equilibrio.

Habrá quien no vea las relaciones causales entre todo ello, pero yo las veo cristalinas. Quizá el verdadero recuerdo de estas vacaciones no sean las playas o los atardeceres, sino esa certeza íntima de que elegir de manera diferente importa. Recuerdo aún el pan de semillas que nos ofreció (sí, vacío, pero con pan de semillas). Que mirar más allá de la cola puede ser, en realidad, la forma más sencilla y al mismo tiempo más valiosa de cuidar el futuro que compartimos.

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