Hace poco tuve la suerte de asistir como invitada a una mesa redonda donde hablábamos de sostenibilidad y caí en la tentación de mencionar que el padre de la estrategia, Michael Porter, el cual se declaraba como un tipo ajeno a los temas sociales, hace más de una década creó una nueva línea de investigación, donde se ponía de manifiesto que dirigir las empresas desde una óptica social, es rentable.
Sin embargo, vivimos en una época donde la sostenibilidad ha sido reducida a una estética. Envases reciclables, campañas verdes, imágenes de hojas flotando sobre logotipos corporativos. Todo parece indicar que vamos por buen camino. Pero la verdad incómoda es que la sostenibilidad se ha transformado, en muchos casos, en una operación simbólica sin sustancia, un decorado más dentro de un sistema que sigue funcionando con las mismas lógicas extractivas, desiguales y deshumanizadas de siempre.
Frente a este escenario, urge recuperar una dimensión olvidada del debate: la sostenibilidad no es solo técnica ni ecológica, es profundamente ética y humanista. No basta con calcular emisiones o promover movilidad eléctrica si al mismo tiempo se explota mano de obra, se excluyen comunidades o se fortalecen desigualdades. Sostener un sistema implica también sostener a las personas que lo habitan.
En el origen de toda sociedad verdaderamente sostenible hay una estructura de valores que da sentido a sus decisiones. Hablamos de valores humanísticos: la dignidad, la solidaridad, la equidad, la empatía, el respeto a la diversidad y el compromiso intergeneracional. Estos valores no son accesorios ni secundarios; son la base moral que permite a una comunidad imaginar un futuro justo.
Sin embargo, en la narrativa dominante, lo sostenible se mide en cifras, indicadores, tecnologías y retornos de inversión. Los valores han sido desplazados por métricas. Y en esa operación técnica se ha perdido el alma del concepto: la sostenibilidad no es solo una estrategia, es una visión del mundo. Un modo de entender las relaciones —con la naturaleza, entre las personas, con las instituciones— que pone en el centro el bienestar colectivo a largo plazo, no la rentabilidad inmediata.
El greenwashing es el síntoma más visible de esta distorsión. Bajo su influencia, la sostenibilidad se transforma en un simulacro, una identidad que se compra, no una práctica que se construye. Grandes empresas declaran amor al planeta mientras externalizan contaminación, vulneran derechos laborales o deslocalizan costes sociales a los territorios más empobrecidos. Esta lógica vacía de sentido lo sostenible y lo convierte en una operación cosmética.
Y lo más grave es que esta desfiguración del concepto termina debilitando la confianza social en la sostenibilidad como horizonte legítimo. Cuando todo se etiqueta como “verde”, lo verde deja de significar algo. Es entonces cuando los valores deben volver a ocupar el centro del discurso y de la práctica.
Si los valores son el sustrato de una sostenibilidad auténtica, entonces la educación es el terreno donde se siembran. No basta con enseñar a reciclar o calcular huellas de carbono; es necesario formar personas críticas, conscientes, comprometidas con su comunidad y capaces de actuar éticamente frente a los desafíos globales. La sostenibilidad no es una asignatura más: es una forma de habitar el mundo.
En este sentido, las universidades, las escuelas, los espacios culturales y comunitarios deben recuperar su rol como laboratorios éticos de futuro. No se trata solo de transmitir conocimiento, sino de cultivar sentido, desarrollar pensamiento crítico y reforzar una conciencia colectiva que entienda que los problemas sociales.
La sostenibilidad no puede seguir siendo un lenguaje vacío, ni una moda corporativa, ni una excusa para lavar culpas. Tiene que convertirse en una práctica radicalmente coherente, que parta de los territorios, escuche a las comunidades, y esté sostenida en valores que trasciendan la rentabilidad o el corto plazo.
Recuperar los valores humanísticos en este contexto no es un gesto romántico: es una forma de resistencia cultural y de construcción política. Porque en última instancia, sólo aquello que se sostiene con justicia, con dignidad y con solidaridad merece realmente ser sostenido.
La sostenibilidad, tal como se plantea hoy en muchos espacios, ha sido reducida a una especie de manual técnico desprovisto de alma. Nos hemos acostumbrado a escuchar términos como “carbono neutro”, “energía limpia”, “economía circular”, sin preguntarnos qué hay detrás de esos discursos. Pero un futuro sostenible no se construye solo con paneles solares, se construye con personas. Con relaciones. Con valores.
Recuperar la dimensión humanística de la sostenibilidad no es un ejercicio teórico, es una urgencia práctica. Porque las transiciones ecológicas que no contemplan la justicia social fracasan, o peor aún, generan nuevas formas de exclusión y resentimiento. Si el desarrollo verde excluye a los mismos que fueron marginados por el desarrollo tradicional, entonces estamos repitiendo los mismos errores con otro color de pintura.
Humanizar lo sostenible significa mirar más allá del dato, del gráfico y del KPI. Significa preguntarse por el sentido profundo de nuestras decisiones: ¿Para quién estamos construyendo ese futuro? ¿Quiénes quedan fuera del relato? ¿Qué valores se priorizan y cuáles se sacrifican? Significa también reconocer que el bienestar humano y el del planeta no son opuestos, sino que se necesitan mutuamente para perdurar.
Y es ahí donde los valores humanísticos se vuelven clave: porque nos permiten pensar en común, convivir con el otro, cuidar lo compartido. Sin estos valores, cualquier promesa de sostenibilidad está condenada a ser efímera, desigual o directamente falsa.