Hay momentos en los que una empieza a sospechar que España funciona gracias a una mezcla de inercia, talento empresarial y una resiliencia casi antropológica. Porque, mientras otros países discuten sobre cómo utilizar sus presupuestos, aquí llevamos años discutiendo simplemente sobre si los tendremos. Y no deja de tener mérito: convertir la ausencia de Presupuestos en un fenómeno casi folclórico, una romería administrativa que se repite temporada tras temporada, independientemente del partido que gobierne o de quién presida la comisión correspondiente. Tradiciones nacionales hay muchas; esta, desde luego, no figura en ninguna guía turística, pero bien podría. Este país vive desde hace demasiado tiempo apoyado en las prórrogas presupuestarias, como si la economía moderna pudiera gestionarse igual que quien redecora su casa “provisionalmente”. Mientras tanto, la política nacional entona el ya conocido “estamos trabajando en ello”, una frase tan versátil que sirve tanto para justificar retrasos como para no decir nada en absoluto.
El problema es que la economía real (esa en la que viven las empresas, los trabajadores y cualquiera que mire la cuenta corriente) no funciona con promesas, sino con certezas, y la certidumbre es justo el recurso más escaso en la España actual. Las empresas necesitan marcos estables para decidir inversiones, contratar personal o iniciar proyectos. No hablamos de un capricho del sector privado, sino de algo tan básico como saber con qué reglas jugará durante el próximo año.
No podemos hacernos los sorprendidos, entonces, cuando vemos que los datos del INE reflejan una actividad empresarial templada, lejos del impulso de épocas de bonanzas. Y tampoco sorprende que instituciones como el Banco de España señalen que la inversión privada continúa mostrando una falta de vitalidad preocupante. Tanto el Banco de España como diversos análisis de grandes entidades financieras insisten en que un clima económico más estable para recuperar la intensidad inversora no puede ser negociable. No es ideología, son datos. La incertidumbre institucional (que no es patrimonio de ningún gobierno ni legislatura, sino un problema recurrente de nuestro sistema) actúa como freno sobre la inversión y sobre nuestra economía y empresas.
Si a esa ecuación le sumamos la ausencia de Presupuestos actualizados, la conclusión es triste: no hay país que pueda planificar su futuro económico sin un marco fiscal claro. Ni las empresas pueden diseñar estrategias de desarrollo, expansión e internacionalización, ni las familias pueden anticipar cambios en impuestos o ayudas, ni las administraciones autonómicas pueden coordinar inversiones ni mejoras en sus comunidades. Es un bloqueo silencioso, pero profundo. La política nacional parece embotada en debates que avanzan con la misma velocidad con la que se resuelve un atasco en hora punta. Y para quien observa desde fuera, resulta algo inquietante comprobar cómo las urgencias económicas quedan relegadas a un segundo plano, subordinadas a estrategias y tensiones que tienen más que ver con la lucha parlamentaria y la gresca política (tal vez como distracción), que con el futuro del país. No se trata de señalar culpables, pues los nombres y colores cambian, pero el patrón se repite, sino de recordar que la economía no espera a nadie.
A falta de brújula unificada, cada territorio intenta avanzar a su manera, con mayor o menor acierto. Pero un país necesita algo más que esfuerzos aislados: necesita rumbo.
No porque yo me haya levantado pesimista, a mis 35 años ya he aprendido a desayunar café, no catastrofismo, sino porque la paciencia tiene fecha de caducidad, igual que los discursos vacíos.
Y ya que parece que el Gobierno y el Congreso han decidido dejar los Presupuestos para otro capítulo de esta serie interminable, al menos podrían hacernos el favor de recordar que la economía real no vive de declaraciones, sino de reglas claras, estabilidad y visión. Tres cosas que, hoy por hoy, pesan menos que un abanico en una ola de calor.



