02/08/2025

La ineptocracia y el colapso del mérito
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Hace años leí una definición brutalmente certera de Jean d’Ormesson sobre la “ineptocracia”: “El sistema de gobierno en el que los menos preparados para gobernar son elegidos por los menos […]

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Hace años leí una definición brutalmente certera de Jean d’Ormesson sobre la “ineptocracia”:

“El sistema de gobierno en el que los menos preparados para gobernar son elegidos por los menos preparados para producir. Y los menos preparados para procurarse su sustento, son regalados con bienes y servicios pagados con los impuestos del trabajo y riqueza de unos productores en número descendente.”

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Es decir, una democracia degenerada. Una perversión del sistema que inventaron los sabios atenienses para que los mejores gobernaran con criterio y conocimiento.. Hoy, sin embargo, es todo lo contrario: gobiernan los más mediocres, los más sumisos y los más obedientes a la estructura partidista.

La partitocracia ha sustituido a la democracia. Ya no elegimos ideas, sino marcas políticas; no premiamos el talento, sino la lealtad ciega al líder de turno. Los partidos han dejado de ser plataformas de pensamiento que generen ideas para convertirse en ideales y obediencia. El mérito, el pensamiento libre y crítico está siendo enterrado.

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El espectáculo bochornoso que ofrecen cada día los representantes del Congreso no es una anécdota, es el síntoma de una enfermedad profunda. Y ante ese escenario, los empresarios honestos tenemos la obligación de mantenernos firmes. No somos apolíticos —porque vivimos en el mundo—, pero sí debemos ser apartidistas. La empresa no tiene color político, tiene una misión: generar valor, empleo, riqueza. Y para eso hace falta inteligencia estratégica y temple moral. No sumisión.

Es, desde esa distancia crítica, que escribo estas líneas. Porque antes que empresario, antes que líder, uno tiene que ser buena persona. Y para serlo, hay que tener principios. El primero de ellos: no vender tu alma por un sueldo o un puesto. Hay muchísimos políticos y funcionarios honestos, valientes, miles de alcaldes, concejales y gestores que se llaman Pepe, Antonio, Ana o Jordi que ni siquiera cobran y que luchan por hacer lo correcto, incluso cuando su partido se lo impide o impela. A todos ellos, que son muchos debemos respeto y admiración; pero incluso muchos de ellos ven con normalidad la disciplina de votar al líder impuesto y los malos ven con normalidad la corruptela; no es que delincan, es que no tienen sensación de ser delincuentes y raptores de los ideales de un pueblo.

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La sensatez ha sido arrasada. El esfuerzo, ridiculizado. El mérito, criminalizado. Hemos creado una sociedad que no quiere incomodarse, que prefiere vivir de la queja que asumir su responsabilidad. Y bajo el disfraz de una falsa igualdad, se impone una nivelación por abajo, que mata el talento, el esfuerzo y el mérito. Como si premiar la vagancia fuera justicia social.

No somos iguales, y esto va también para muchos empresarios y emprendedores. Algunos se esfuerzan, otros se tumban. Algunos estudian, trabajan, arriesgan. Otros esperan. Y no, no se merecen lo mismo. La igualdad de oportunidades es un cheque en blanco para la mediocridad. Ortega y Gasset lo advirtió: -una sociedad está condenada al colapso cuando los ideales pisotean la meritocracia-. Y añadió, -que ser de derechas o de izquierdas será solo una de las múltiples maneras que tiene el ser humano de ser imbécil con hemiplejia moral-.

Vivimos en un país (no se si el único) en el que amar tu bandera es una provocación. Donde media nación reniega de su identidad y la otra media la instrumentaliza. Un país dividido, no ya por ideologías, sino por resentimientos. Un país que no ha hecho las paces con su historia y sigue cavando trincheras con fantasmas de hace 90 años. Y mientras tanto, el presente se desmorona y el futuro se esfuma.

Reverte dice que España tiene una habilidad prodigiosa para autodestruirse y para sobrevivirse. Pero ahora el daño es estructural. Porque los líderes no lideran y los ciudadanos no reaccionan. Porque hemos normalizado lo anormal.

Desde Fernando VII con su debilidad, pasando por Franco con su tiranía y atraso, Zapatero, reavivando el odio entre españoles o Rivera con su egocentrismo creyéndose puerta cuando era una bisagra esencial para España, hemos padecido una sucesión de personalismos narcisistas, cobardes o vengativos. Pero el momento actual los supera a todos. Porque ya no es solo un líder equivocado, es un sistema podrido. Un ecosistema que devora a sus mejores y encumbra a sus peores, una ineptocracia.

Y todo esto también es un cáncer para la empresa. Porque sin estabilidad, sin seguridad jurídica, sin estímulos a la creación de riqueza, no hay empresa posible. Y sin empresa, no hay empleo. Y sin empleo, no hay consumo. Y sin consumo… no hay país.

España es una nación en la que el 99% de las empresas tiene menos de 20 trabajadores. Y el 99,9%, menos de 200. Somos un país de micro pymes y autónomos, de luchadores diarios, de gente que madruga, arriesga, crea. Pero solo el 37% de la población (empresarios y empleados privados) sostiene con sus impuestos al resto. Un resto cada vez más amplio, más dependiente, más exigente, mientras que los pocos que tienen y crean riqueza los demonizamos y los echamos de España como si eso fuera un castigo para ellos y un bálsamo para los mediocres.

Y si no lo paramos, no quedará nada. Imagina que un día te levantas y no hay Ni gasolineras. Ni bares. Ni tiendas. Ni empresas. Ni hospitales y por ende… Ni pensiones. Porque todo lo que te llega gratis, lo ha pagado alguien que no lo recibió gratis.

No hay que imaginarlo. Solo hay que abrir los ojos. Porque el futuro ya no es una promesa. Es una amenaza. O recuperamos el respeto por la excelencia, la cultura del trabajo, la dignidad del que produce… o prepárense para el apagón. Porque Europa dejó hace tiempo de estar en centro del mundo, somos más caros y menos competitivos que el resto.

Si no recuperamos el valor del liderazgo real —ese que no se impone, sino que inspira y crea más líderes — no solo nos quedaremos sin trabajo por el que luchar, sino sin sociedad en la que merezca la pena convivir. Hombres y mujeres que eleven a otros, que multipliquen referentes, que construyan una comunidad fuerte y libre donde el esfuerzo sea orgullo y no castigo. Basta ya de inútiles incapaces de brillar, qué se dedican a apagar a los que sí pueden. Si no protegemos a nuestros cracks, si no premiamos a los que se dejan la piel, acabaremos todos gobernados por mediocres que solo saben sobrevivir aplastando el talento ajeno. Y eso, sencillamente, es el suicidio de una nación.

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