“Cansadito”, valga ese desahogo para endulzar la que mis tripas me quería obligar a poner, en función de los órganos sexuales de cada uno.
Sois todos iguales.
He perdido la cuenta de las veces que he leído sobre la palabra “corrupción” en las últimas semanas. No sé si ha sido el último informe de la Guardia Civil, los audios filtrados con voces que deberían inspirar confianza o el desfile de declaraciones judiciales en causas que ya llevan años coleando. El caso es que la sensación que uno tiene es la de estar atrapado, “cansadito”, en una especie de bucle eterno. Cambian los rostros, cambian los nombres, pero los titulares suenan a déjà vu.
Ahora le toca a un nuevo caso, que no voy a nombrar porque la lista ya es tan larga que confundiríamos al lector. Pero todo se parece demasiado a lo que ya vimos en aquella trama de adjudicaciones amañadas que durante años se fue tragando ayuntamientos enteros. O a ese otro escándalo que arrasó con la dignidad institucional en nuestra tierra. Por entonces, uno aún quería pensar que aquello era la excepción, no la norma. Pero cuando uno ve cómo se repiten los mecanismos, las justificaciones, las caras que se esconden detrás de un cargo y una sonrisa, empieza a entender que el problema es más profundo.
En este país hemos normalizado el titular que mezcla “sobresueldos”, “maletines”, “comisiones” y “licitaciones”. Ya no hay sorpresa, solo hastío, “cansadito”. Un hastío que compartimos muchos profesionales y empresarios que nos levantamos a diario para sacar adelante nuestros proyectos cumpliendo con nuestras obligaciones, pagando impuestos, compitiendo con reglas claras —al menos las que podemos controlar— y viendo cómo desde arriba se pervierte todo con una ligereza insultante. Porque cuando alguien que ocupa un cargo público maneja el dinero de todos como si fuera suyo, lo que está haciendo no es solo robar: está pisoteando sobre el esfuerzo diario de miles de ciudadanos decentes.
Lo más preocupante es que se ha perdido la noción de escándalo. Los casos se suceden y las respuestas políticas ya no sorprenden: dimisiones a regañadientes, declaraciones vacías, ruedas de prensa sin preguntas. A veces incluso se lanzan acusaciones entre partidos como si con señalar al otro bastara para justificar lo propio. “Y tú más” se ha convertido en el arte de gobernar. Pero no, ya no cuela. Porque lo que nos preocupa a los que estamos fuera del teatro político no es quién fue peor, sino si hay alguien que esté realmente dispuesto a hacerlo bien.
Por suerte, y como antídoto a todo lo anterior, he conocido la administración pública de cerca en estos últimos años, y puedo decir sin matices que no todo está podrido. Hay espacios donde se trabaja con rigor, donde la transparencia no es solo un eslogan y donde el dinero público se cuida como si fuera propio. He visto procesos de contratación que funcionan, presupuestos auditados al detalle, controles cruzados, equipos técnicos profesionales y una voluntad real de que las cosas salgan bien. En mi caso, ha sido en la Junta de Andalucía donde he comprobado que se puede gestionar con seriedad, sin ruido, sin buscar titulares, pero con resultados que se notan.
Y eso es lo que me permite seguir creyendo. Porque uno puede estar cansado, indignado incluso, pero también sabe reconocer lo que se está haciendo bien. Que en medio del lodazal siga habiendo ejemplos de gestión pulcra, de responsabilidad, de sentido común, es la única esperanza que nos queda. No se trata de idealizar, ni de mirar hacia otro lado. Se trata de exigir más de lo bueno y menos de lo mismo. Porque ya no estamos para discursos, estamos para hechos.
No hablo solo como profesional y empresario. Hablo como padre, como andaluz, como alguien que se esfuerza por contribuir. Y desde ahí, uno solo puede pedir que paren ya, PARAD YA. Que dejen de insultar nuestra inteligencia con declaraciones calculadas. Que dejen de manchar lo público, que es de todos. Que entiendan de una vez que este país está lleno de gente honesta que merece instituciones a su altura.
Tal vez no podamos borrar lo que se ha hecho mal, pero sí construir otra forma de hacer las cosas. Y eso empieza por reconocer el hartazgo, “cansaditos”, de una ciudadanía que no es idiota. Empieza por demostrar con acciones que otra política es posible. Porque lo es. Yo lo he visto. Y si se puede en una parte, se puede en todas.
Siempre preferiré tirar del carro, quedarme con esta última parte y seguir creyendo, aún estando “cansadito”.